Escrito por Grecia Salazar Bravo.

Estos héroes, casi míticos y rodeados de muchas leyendas, trabajaron durante  años en las aguas de las costas del estado Nueva Esparta, arriesgando su vida en cada inmersión para obtener las perlas que le permitieran tener una vida mejor.  

Los buzos de cabeza, durante las temporadas de pesca, salían al mar todos los días y se jugaban la vida en lo oscuro de las profundidades marinas sin ningún tipo de protección, su trabajo consistía en zambullirse en las profundidades marinas completamente desnudos, sólo en compañía de un cuchillo y una red para llenarla de las ostras, en el fondo marino abrían los ojos y buscaban las ostras, según se desprende de varios relatos aguantaban la respiración entre un minuto y minuto y medio y luego subían a la superficie y así estaban por espacio de dos o tres horas diariamente; esta práctica, hacía estragos en la salud de los buzos de cabeza, quienes con el paso del tiempo sufrían enfermedades respiratorias que les impedían volver a bucear e incluso llegaban a perder la audición y en algunos casos la vista.

Según datos aportados por Hadgialy Divo, para armar un bote con buzos de cabeza se necesitaban, en la década del 1930, cerca de 150,00 Bolívares, a repartir entre la patente, el personal, la comida y los gastos necesarios para levantar la ranchería.  

Este método siempre pagó poco impuesto de patente y se incluía en las observaciones que se le imponían a la pesca de arrastra.  Pero, a partir de la Ley sobre Pesca de Perlas de 1926, adquiere carácter especial y se especifica que es un sistema sin restricciones, algo que repetirán las Leyes de 1935 y 1944.

Estos hombres eran quienes menos alteraban el frágil equilibrio de los mares neoespartanos y fueron quienes más sufrieron con la llegada de su más grande competidor, el buzo de escafandra, la mayoría de ellos procedían de El Poblado,  Los Robles y Boca del Río. 

El buzo de escafandra usaba un traje especial que le permitía pasar varias horas trabajando bajo el mar con la facilidad de respirar mediante un tubo, este método tuvo gran acogida entre un grupo de empresarios de las perlas, (principalmente pertenecientes a la colonia libanesa radicada en Margarita), sin embargo este sistema era dañino para el fondo marino.

El científico Cesar Terrero Monagas ideó un proyecto para una escuela de buzos con apoyo científico y tecnológico, iniciativa que, no gozó de apoyo gubernamental y por ende no se llevó a cabo.

Según los datos de Hadgialy Divo, para armar un bote con un buzo con escafandras, en la década de 1930, se necesitaban inicialmente por lo menos 2.500,00 bolívares, que se gastaban entre el buzo, cabo de vida y marineros, el vestido impermeable reforzado (de goma y lona), el cabezote o casco esférico de bronce hermético  con cuatro mirillas y los zapatos de varias suelas (de madera y plomo) que lo acompañan; así como los tubos para llevar el aire del buzo, y todos los demás implementos para hacer funcionar correctamente el traje, como el cinturón y las dos planchas de plomo que se colocan en el pecho y la espalda.  Además, la comida para el grupo, la patente, estampillas y, por último, los utensilios necesarios para levantar la ranchería.  

En la temporada de 1919 trabajaron 157 buzos, siendo esta una considerable cifra para la época, sobre todo teniendo en cuenta que las escafandras no eran fabricadas en Venezuela, y había que importarlas de Europa, fundamentalmente de Londres, donde eran confeccionadas por la fabrica Siebe, Gorman and Company.

En nuestro país no había una fábrica para los trajes, sin embargo los oficiosos margariteños se las ingeniaron para reparar los importados como el señor Francisco Gutiérrez, quien tenía  un taller en Porlamar; en donde además de repararlos llegó a fabricar algunos. También sabemos que un buzo y mecánico llamado Etienne Salarely  que perteneció a la compañía británica que buscaba perlas  The Pearl Fisheries, se encargaba de arreglar las escafandras.

El comerciante de perlas francés Leonard Rosenthal manifestó en su libro Au Royaume de la Perle, que los buzos margariteños descendían al mar en medio de animadas charlas y estaban tan bien abajo que se les olvidaba regresar. 

La vida de los buzos no era fácil y en más de una oportunidad hubo demandas legales entre los buzos y los empresarios de la pesca de perlas para los que trabajaban; como el registrado entre Secundino Cedeño (buzo de escafandra) y el empresario de la pesca de perlas Salomón Abouhamad por 1.320,00 bolívares, que el empresario había otorgado al buzo como adelanto por su trabajo, y que el buzo pretendía devolverle al Sr. Abouhamad debido a que decidió no seguir trabajando con él.   

Los buzos eran, después del empresario de la pesca, los que más ganaban dinero al repartir las ganancias de la venta de las perlas; pero no todos hacían buenos negocios y no todos sabían administrar bien sus  ganancias. Según los datos aportados por el buzo Eduviges Lunar, las ganancias de los buzos a principios del siglo XX, eran generalmente entre doscientos y quinientos bolívares, pero hubo casos excepcionales en que un buzo llegó a ganar cuatro mil bolívares en un mes, lo que era una cantidad considerable. También aporta la información de la existencia, de alrededor de cien buzos en la década de 1930, y unos veinte empresarios de la pesca de perlas, dueños de escafandras, de las que algunos poseían hasta veinte aparatos.  El negocio podía ser, en algunos casos, muy lucrativo.

De su vida en Margarita el profesor Efraín Subero nos recuerda como los buzos se exponían a accidentes y enfermedades en su trabajo diario; un padecimiento corriente de los buzos eran las puntadas, o dolores sobre los cuales los buzos no tenían explicación y que les daban con gran fuerza en todo el cuerpo, pero sobre todo en el pecho, para luego quitarles la vida. 

Al sumergirse en las profundidades del mar los buzos estaban expuestos constantemente a graves peligros; sobre todo porque, como constató en 1916 el arqueólogo Theodor de Booy, muchas de las escafandras estaban defectuosas y los hombres que manejaban las bombas para llevarles aire a los buzos, ignoraban tanto los conocimientos científicos específicos con respecto al correcto funcionamiento del trabajo de la escafandra, como los riesgos que se corrían al sumergirse a grandes profundidades en el agua salada.  Por ello se cometían errores graves que ponían en peligro la vida de los buzos.   

En 1921, se da un caso de defunción de un buzo llamado Cornelio Castro, por un defecto en el tubo que debía llevar el oxígeno a su cerebro; los demás tripulantes de la embarcación tratan de ayudar al buzo pero no lo logran y su cadáver es llevado hasta Margarita donde lo revisan los médicos Mercedes Carrasquero y Lorenzo Ramos quienes certifican que la muerte fue causada por asfixia. 

Entre los buzos margariteños más conocidos están los diecisiete que viajaron al Mar Rojo entre 1934 y 1935.  Adicionalmente hubo dos mujeres que se aventuraron en tan difícil labor, se trataba de Virginia Marcano, natural de Punta de Piedras, que fue buzo de cabeza y Lucía Millán de Marín, natural de Boca de Río, quien prefirió la pesada escafandra. 

En un estudio realizado hace unos años, se lograron contabilizar 195 buzos (de cabeza y de escafandra).